(Para ver el capítulo I pinchar aquí).
De camino a casa Juan Luis se sentía un poco aturdido. El acabarse el whisky de un trago había provocado que parte de sus neuronas se echasen una siesta renunciando al control de sus actividades. Un paso inseguro y una mirada que empezaba a ser borrosa llevaron al joven hasta la puerta de su casa. La abrió. Entró. Notó una sensación extraña. Cada casa tiene un olor muy particular, el olor de la casa propia puede ser tan reconfortante para uno mismo como molesto para alguien ajeno. Aquel olor tenía una mezcla de los dos. “¿Hay alguien en el piso?” La luz indirecta de las farolas de la calle se colaba discretamente en el saloncito, coloreándolo de una acogedora y a la vez inquietante penumbra azul.
Después de cruzar el pequeño recibidor entró en el comedor sin hacer ruido. Se quedó quieto escudriñando el silencio y la oscuridad. Le pareció oír una respiración cadente. Dio dos pasos más y logró atisbar la redondez de una cabeza que sobresalía por el respaldo del sillón. “¿Qué tipo de ladrón es éste?”. No era muy amenazador. “Hay un tipo que se ha colado en mi casa y está durmiendo tranquilamente en mi sillón” –pensó Juan Luis encogiéndose de hombros. En el momento en que se iba a acercar un poco más el intruso dio un respingo y se puso a roncar como un toro de lidia embravecido, sin el más mínimo pudor, con la confianza del que está en su casa y no tiene ni problemas ni nada por hacer.
Juan Luis, con la musculatura ya destensada, rodeó el sillón para encararse definitivamente con el dormido visitante y descubrió a Blas Ibáñez Gavilán con la boca más abierta de lo que sería capaz de abrirla un león, haciendo aquellos ruidos inclasificables, con los pies descalzos descansando cómodamente sobre la alfombra... en un estado de desconexión total.
Pasado el peligro Juan Luis sonrió y empezó a prepararse la respuesta. “Este cabrón se ha colado en mi casa –no sé cómo- y me ha pegado un susto de muerte, esto no va a quedar así”. Se le pasaron por la cabeza cubos de agua, bocinas, plumas en las orejas, sillones volcados, gritos y empujones. Pero al ver un periódico atrasado en la mesita se decidió por algo más sencillo pero efectivo. El sillón era de escay. Nada que decir de la potencia que puede tener un buen golpe seco con un periódico contra esa superficie.
Asió la improvisada arma asustadiza y, relamiéndose, la dobló con mimo para conseguir una superficie bien plana pero consistente. De puntillas, volvió a la parte trasera del sillón. Acercó con sumo cuidado el periódico a la oreja derecha del roncante, que con sus espantosos ruidos solapaba los que pudiese hacer Juan Luis ayudando así a su maniobra. “!Qué canalla soy!” –pensaba mientras describía un arco poco a poco con su brazo derecho lo más amplio posible comprobando que no hubiese ningún obstáculo que pudiese interceptar el vuelo –“!Pero que canalla soy!” –pensó, acordándose de la Bruja Avería.
Ya preparado, se le escapó una risita de regocijo, del todo insuficiente para perturbar aquel profundo sueño. Contuvo la respiración, se puso de puntillas para dotar de aún más recorrido a su arma para aumentar su poder. El periódico empezó a bajar a una velocidad tal que los titulares de la semana anterior se quedaron atrás. A duras penas las fotos de un trío de mandatarios en una isla del Atlántico y las del ganador de alguna prueba de esquí alpino pudieron seguir semejante aceleración. Al mismo tiempo que el misil de papel se acercaba a su objetivo cortando el aire a la velocidad del rayo el asustador profesional abría la boca para expeler en un sonoro grito todo el aire contenido.
-¡PLAS! ¡UAAAAAH! -El diario impactó sobre el sillón de escay en la misma milésima de segundo que el poderoso alarido salió de la garganta, o más bien del alma, del canalla-.
-¡AAAAAH! –gritó Blas-.
Sus pies descalzos salieron disparados como muelles chocando contra la pesada mesita de madera que hizo saltar la superficie de mármol barato hasta casi caer al suelo. Ignorando el dolor de pies, Blas dio un brinco que a punto estuvo de atravesar el techo con la cabeza. A Juan Luis le entró un ataque de risa que por poco le ahoga y un dolor abdominal que doblaba su convulso cuerpo y que le duraría varios días. Blas no salía de su estupefacción. Estaba soñando que volaba entre las nubes rodeado de paz y libertad y de pronto se encontraba en un cuarto oscuro, con un dolor terrible en los pies, el corazón a 500 pulsaciones por minuto, un enorme chichón en la cabeza, y un cafre sin escrúpulos rompiéndose de risa delante de él.
-Qué hijo de puta –fueron las primeras palabras que logró articular su ofuscado cerebro-.
-Qué grandísimo hijo de puta. Te mataré –Juan Luis no podía parar de reír-.
(Para ver el capítulo XI pinchar aquí).
No hay comentarios:
Publicar un comentario