7 sept 2008

El acueducto. Capítulo VII.

(Para ver el capítulo I pinchar aquí).

A unos cien metros de allí había una pequeña plazoleta capitaneada por una bonita y antigua fuente seca desde la que se divisaba perfectamente el portal y la ventana del comedor del piso del desaparecido. Desde allí, sentado semiagazapado en un banco, expiaba Blas.
Nada más doblar la esquina por la que le vio esfumarse Juan Luis paró un taxi y fue hasta su casa. Durante el trayecto intentó tranquilizarse, pensar, dominar su respiración angustiosa y parar sus temblores. El impacto había sido fuerte pero él sabía que se repondría. Podía controlar las emociones, por profundas que fuesen, de eso tenía experiencia. En el momento de apearse del taxi y atravesar el umbral de la portería ya tenía su mente funcionando al cien por cien. Lo único que le iba a ritmo anormal era el corazón, que bombeaba con inusitada potencia, lo que le ayudó a trepar por la escalera saltando los escalones de tres en tres.
Al plantarse ante la puerta y sacar la llave recordó que el paño de la cerradura se quedaba imperceptiblemente girado hacia la izquierda si se cerraba de golpe, sólo quedaba recto si se le daba una vuelta a la llave desde fuera. El paño estaba perfectamente vertical, parecía que allí no había entrado nadie, o al menos nadie que no tuviese la llave ni conociese sus costumbres.
Entró con cuidado, enseguida encendió la luz... todo correcto, todo obsesionadamente ordenado como él siempre lo dejaba. Si hubiese entrado alguien lo sabría, ¡vaya si lo sabría!
Cogió el par de cosillas que necesitaba y se fue. Mientras bajaba las escaleras escuchó cómo se abría la puerta del primer piso. En él vivía Marita, un personaje muy peculiar, tanto como la relación que tenía con ella.
-Buenas noches Marita.
-Ebusna chones Lbas. Eh Sechudaco udirros natse. ¿Aspa loga? –Marita tenía un pequeño defectillo en el habla-.
-¿Has escuchado ruidos antes? Ah, sí, de pronto me ha embargado la duda de si había apagado el fuego, hoy he hecho un cocido, y he subido corriendo las escaleras. Menudo susto. Pero nada, todo está en orden –mintió Blas-.
-Son hacemso yomares, Lbas.
-Todavía no Marita, aún somos jóvenes, y por mucho tiempo, un despiste lo tiene cualquiera, no nos entierres tan pronto que todavía rebosamos vida.
-Et oprdísa equard nu rota, netgo llegatas sarecas, és equ et tusgan.
-¡Tienes galletas caseras! Maldición, qué mal me sabe cariño, pero tengo que irme, me están esperando, sabes que me encanta estar contigo pero hoy no puedo, de verdad.
-Acundo nietmes on penos tatnas exsucas. Seta zev et croe, troo ída saré.
-Te las sabes todas, creo que eres la única persona en el mundo que me conoce de verdad.
-Ya tesás timinendo troa zev.
-¡Qué mala eres! Adiós guapetona, nos vemos pronto.
-Seo serope, Lbas. Ya sebas déndo setyo.
Blas se fue hacia la plaza. Se quedaría allí observando, durante horas si fuese necesario. Si alguien quería algo de él posiblemente pasaría por allí. “Ni por encima de mi cadáver, aunque sólo sea por honor” pensó.
El miedo se había transformado en rabia y el sudor frío en rubor de odio. Ahora mismo deseaba enfrentarse cara a cara con el autor de esa nota.
Un lejano pitido hizo salir a Blas de sus atropelladas divagaciones. Curiosamente al mismo tiempo vio el 127 verde fosforito de tío Miguel aparcando milagrosamente casi al lado de su portal. Le acompañaba Juan Luis, que parecía esconderse de algo. Por un momento dudó de ellos... pero no, no podía ser. Sería una broma demasiado macabra, no era su estilo.
Después de un corto espacio de tiempo volvieron a la calle. Vio cómo hacían gestos de duda y con los brazos señalaban hacia todos los puntos cardinales. No tardaron en subir al coche y partir. “Ese pitido... –pensó Blas- juraría que era del 127”.
Sin darle más importancia a la extravagancia ocasional de tío Miguel se enfrascó de nuevo en sus pensamientos.
“Juan Luis Peñalba, buen mozo, y perspicaz, no sé como me pilla pero últimamente rara es la vez que no me atrapa en una mentira. Y como es tan puñetero el cabroncete no me deja pasar ni una. Tiene talento, no como los dos chavalotes que desde hace poco frecuentan La Minerva, ésos se lo tragan todo. O como los otros dos, que aún creen que de joven fui actor de spaguetti westerns, aunque es lógico, lo de escuchar no se les da muy bien, las palabras de los demás les entran por una oreja y, casi sin rozar el cerebro, les salen por la otra. Con tío Miguel es mejor hablar de política, siempre que la premisa principal sea “todos los políticos son unos chorizos”. Cuando me lanzo espontáneamente a contar una de mis batallitas siempre me dice “Gavilán, no empieces”. Juan Luis y él son las dos únicas personas con quien no tengo más remedio que mostrarme franco. Es trabajoso pero sienta bien. En realidad son lo más parecido a amigos que tengo, lo que no sé es si ellos me consideran igual”.
Blas pensó en Marita, su vecina de jeroglífico hablar. Le gustaba, y él a ella. Habían tenido algún escarceo amoroso pero cuando sucedía, siempre por pura inercia, él se excusaba diciendo que no era hombre para ella, ni para ella ni para ninguna mujer. Marita aceptaba con desilusión la situación consciente de que su defecto en el habla le quitaba todo su atractivo. Pero Blas, o Lbas, como le llamaba ella, no pensaba así. Al principio de conocerla, y de esto hacía ya mucho tiempo, no le entendía ni una palabra, como todo el mundo, pero a base de practicar consiguió pillarle el truco. Consistía en escuchar con mucha atención cada sonido que salía de su boca y reordenarlos como una secuencia lógica. Para conseguirlo era necesario un truco. Había que escuchar esos sonidos de la misma manera que se observa un cuadro en tres dimensiones con una figura oculta. Para descubrir esa figura hay que desenfocar la imagen, mirar al cuadro pero intentar ver lo que hay dentro, la figura aparece como por arte de magia. Al principio cuesta pero con práctica no hay cuadro que se te pueda resistir más de unos segundos. Fue como aprender un nuevo idioma. Marita estaba encantada con él por eso. Nadie había hecho por ella ese esfuerzo, ni su propia familia. Blas era la única persona en el mundo a quien se podía dirigir sin obtener como respuesta un “¿Qué dices?”, o “¿Tú hablas chino o qué?”. Así era en el mejor de los casos, siempre había algún cafre que se la quedaba mirando como si fuese idiota y algunos hasta soltaban una carcajada. Eso la hería hasta el centro del alma. Cuando pasaba eso estaba días sin salir de casa para otra cosa que no fuera trabajar en su puesto de costurera de un gran taller de confección. Allí al menos la respetaban por su gran eficiencia. Pero Lbas era diferente, con él podía tener conversaciones completas, con él había descubierto que le encantaba hablar, el problema era que cuando se emocionaba con algún tema su secuencia de sonidos se volvía mucho más caprichosa y anárquica y Blas tenía que decirle “Para el carro nena, que te embalas”.
Recordó el día en que Marita le contó que fue al médico para, al menos, buscar una causa a su problema. El médico le dijo que su defecto sólo se daba en una de cada seis mil millones de personas. Marita agarró la silla y se la estampó en la cabeza. Semejante desfachatez no merecía menos. El matasanos la denunció y hubo juicio, pero el juez, aburrido y desesperado, decidió anular la vista dejándolo todo en papel mojado.
Habían pasado más de dos horas desde que se fueron Juan Luis y tío Miguel, lo suficiente como para empezar a olvidarse de lo que estaba haciendo allí. Su mente divagaba ya sin orden ni concierto, se estaba quedando frío. La noche había caído ya sobre la ciudad como un manto opaco.
Entonces apareció alguien. Y se coló en su portal. Pudo ver poco de él, pero la suave luz de las farolas le dejó intuir que era un tipo menudo, ataviado con un sombrero negro y lo que pareció un jersey de lana de un color rojizo y oscuro. Clavó sus ojos en la ventana del comedor. El corazón se le empezó a acelerar, le latía con fuerza. Trascurrió un breve lapso de tiempo y atisbó una leve luz que se movía dentro de su casa. “Ese cabrón tiene llave, ¿cómo puede ser?” Aunque rememoró las veces que se había olvidado las llaves dentro de casa y con dos orquillas de Marita había podido forzar fácilmente la vieja cerradura. El intruso corrió las cortinas que Blas había dejado deliberadamente abiertas. La luz iba y venía, se apagaba y se encendía. “Lo tengo yo, no vas a encontrar nada, busca, busca... pero no me rompas nada, por favor”.
A los quince minutos el tipo asomó la cabeza por el umbral del portal, miró a ambos lados de la calle y echó a andar en dirección a la plazoleta de la fuente. Había vuelto a dejar las cortinas como estaban. “Viene hacia aquí” –se susurró Blas a sí mismo-. “Se está acercando, ¿sabrá que estoy aquí?, ¿tendrá algún secuaz apostado en algún escondrijo?” Blas escudriñó la oscuridad pero no vio a nadie. Con aquella negra noche lo lógico era no poder ver a nadie que se quisiese ocultar. El tipo era menudo, sí. Más de lo que con poca fortuna intentaban disimular los altos tacones de sus botines de charol, que sin querer, reflejaban algún haz de luz extraviado de las cansinas farolas. El hombrecillo estaba ya a pocos metros de la plazoleta. El ala del sombrero proyectaba sombras sobre su rostro que impedía que se le pudiese delatar. Cabeza ligeramente inclinada hacia delante, pasos cortos pero firmes, manos en los bolsillos...
Blas tuvo el impulso de abalanzarse sobre él, derribarlo, amoratarlo a golpes, interrogarlo haciendo el papel de poli malo y el de poli cabrón. Pero lo reprimió. Podía ser demasiado arriesgado, es posible que ese tipo fuera armado. Y lo que buscaba no estaba en la casa. El hombrecillo pasó a pocos metros de Blas sin levantar la mirada, parecía absorto en sus cavilaciones, ajeno a todo lo que le rodeaba. Blas se lo comió con la vista como un lobo hambriento mientras comenzaba ya a alejarse. “Lo dejaré para más adelante” pensó, tranquilizando artificialmente su conciencia. “Ten por seguro que nos encontraremos” rumió, envalentonándose desde su pasiva postura, haciendo suyas las palabras que con toda probabilidad pasaban por la mente de su opositor.
Dejó pasar unos minutos y volvió a casa, esta vez subió las escaleras con cuidado para no alertar a Marita. El paño estaba ligeramente desviado de su posición. Entró en casa y bajó la persiana del comedor, que era la única que daba a la calle. Encendió las luces y pudo darse cuenta de que todo estaba en perfecto estado. “Menos mal”. Al margen de algún pequeño detalle invisible para cualquier otra persona. Cajones cerrados de forma imperfecta, patas de muebles desalineados de las rayas de las baldosas, colchas y sábanas con imperceptibles arrugas... Aquel elemento había registrado todo pero sin demasiado empeño, sin dejar rastro. Estaba claro que no quería que Blas supiese que había estado allí. Lo que parecía evidente era que a lo que buscaba era al inquilino del piso.
Pero aquel no era lugar seguro. No podía quedarse en allí. El tipo no parecía tener ninguna prisa en actuar pero nadie podía asegurar que tramase volver allí con otras intenciones. Sin perder un segundo bajó a la calle y mirando intranquilo hacia todos lados empezó a caminar instintivamente en dirección a donde vivía Juan Luis.

(Para ver el capítulo VIII pinchar aquí).

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