17 ago 2008

El acueducto. Capítulo III.

(Para ver el capítulo I pinchar aquí).

La Minerva era la cafetería donde Juan Luis, tío Miguel y Blas pasaban las horas muertas. Muertas es un decir ya que el local tenía algo especial, mágico, que hacía que el aburrimiento fuese imposible. Allí se despertaban las ideas, la inspiración y el ingenio.
Blas era capaz de crear allí sobre la marcha las mejores trolas jamás contadas, convenciendo de su veracidad a cualquiera que no lo conociese demasiado; tío Miguel se explayaba en disertaciones filosóficas como el catedrático más ingenioso; y Juan Luis dejaba libre su alma de poeta.
La decoración era de lo más acogedor. Antiguos muebles coloniales (no como los que se hacen ahora), estanterías repletas de libros, una vitrina bien cerrada que contenía libros muy antiguos como extrañas ediciones del Quijote y del Diccionario de la Real Academia, ventiladores de época, bodegones y retratos de desconocidos con mucho porte colgados de las paredes, el techo requeteafiligranado ennegrecido por el humo del tabaco, iluminación cálida y suave pero suficiente para leer o escribir sin acabar con la vista destrozada, y una máquina de música, ésta sí, sólo con apariencia antigua, pues en su interior habitaban más de mil cedés, renovados continuamente por Alfonso Alegre, dueño del local, gran amante del jazz, comprador compulsivo, como los que hoy ya no quedan, de discos del único estilo musical existente, según decía él. Al fondo había un pequeño espacio donde se apretujaban un piano, un contrabajo y una batería. De vez en cuando tocaba algún grupillo o simplemente Alfonso, buen pianista, y alguno más de los presentes se animaban a improvisar algunas notas.
Pero quizás lo más curioso de la Minerva era lo que en su día fue un tablón de anuncios, la diferencia era que en lugar de notas con textos como “vendo coche”, “busco piso” o “se necesita electricista” había poesías escritas por los clientes. La calidad artística no importaba en absoluto, lo único importante e imprescindible era que fuesen poesías escritas por los clientes.

Algunos las utilizaban para retar a alguien a una partida de tute:

Cree usted Don Felipe
que no tiene rival.
Su juego es temido,
su pose amenazante
y su mirada...
... inescrutable.

Pero yo, Joaquín,
humilde retador
oso desafiarle.
Mis avales son menores
pero mi gallardía...
...indudable.

Pues aquí le espero
velando el tapete
en la mesa de siempre
el domingo a las siete.

Otros para llorar la muerte de su loro:

Tus horrendos graznidos
Grabrielín mi preferido
Se han dejado de oír
Contenta estará Juana
La vecina del quinto
Pues mis atrevidos piropos
Puestos en tu pico
No tendrá que soportar
Lloro tu despedida
Y aquí me quedo solo
Compadezco a ángeles
Y arcángeles
Que deberán esquivar
Tus fecales ataques
Mientras sobrevuelas
Sus cabezas y sufrir
Tu horrible voz
Y tu exasperante indiscreción

Algún enamoradillo se dejaba llevar por su pasión:

Rosana mi amada
Babeo sin parar
Parezco un fantasma
De cándida mirada

Rosana deseada
Sin haberte invitado
A mi mente te has mudado
Pero la puerta te he abierto
Debí haber puesto
Algún reparo

Porque ya no existo
Ni veo ni como ni respiro
Y por si fuera poco
Tampoco vivo

Rosana adorada
Ahora dudo si quiero que leas
Esta absurda cursilada


Los había que, poéticamente, intentaban vender su moto:

Yo la quería
Yo la deseaba
Pero la carne es débil
Y el escaparate...

... demasiado llamativo

Una Ducati me cegó
Paralizado quedé
Y mi amor por ella
En poco más de un suspiro...

...se desvaneció

Tres mil euros te separan
Nuevo amante
De una Honda mil cien
Deslumbrante...

... que su furia no te espante.

O simplemente saber si era Colón o Ariel el que lavaba más blanco:

Si escojo uno
Debo dejar el otro
La duda me invade

Efecto lejía
O blancura nuclear
Cualquiera sabe

Mi consuelo es mi vecina
Corroída por la envidia
¿Será que no tendrá consejo
De su amiga, prima o sobrina?

Eso sí, todo en verso. El tablón poético estaba muy solicitado, diariamente se actualizaba, Alfonso lo mantenía en perfecto orden, nada se colgaba sin pasar por su filtro, y todo el mundo estaba siempre pendiente de las nuevas muestras literarias. El tablón era la verdadera alma del lugar, donde los asistentes habituales daban forma a sus inquietudes o a su ingenio.
Pero aquel día, y sin que Alfonso lo supiera, alguien había colgado en una esquina aunque bien visible un enigmático y amenazador escrito:

La sombra te acecha
Huye si puedes
Y si no ocúltate
Que no te encuentre

Cuarenta años buscándote
Y al fin doy contigo
Sé que lo tienes
Ya sabes qué ansío

Escucha tu miedo
Desde aquí lo percibo
Escúchalo y claudica
Saldrás ganando
Ayúdate e imagina
De lo que soy capaz

(Para ver el capítulo IV pinchar aquí).

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