31 ago 2008

El acueducto. Capítulo VI.

(Para ver el capítulo I pinchar aquí).

Juan Luis se quedó mirando la esquina que había doblado Blas. Ante la vista de la calle vacía, aparte de un gato que se había subido a un árbol y no sabía cómo bajar, Juan Luis intentó ordenar sus ideas para que por arte de magia apareciese en su cabeza una razón para explicar aquéllo. Viendo que no tenía nada que ordenar volvió a La Minerva y se sentó junto tío Miguel.
-¿Por qué le has dejado ir? –preguntó tío Miguel enfadado-.
-Blas quería estar solo, me ha echado de su lado, nunca le había visto así.
-Pero tenías que haberlo...
-Que no tío, hubiese sido peor, estaba hasta violento.
-¿Violento? ¿Blas violento? –tío Miguel no se lo podía creer-.
-¿Por qué iba a metir?
-Está bien... tenemos que hacer algo.
Uno de los otros dos se acercó a la mesa de Juan Luis y tío Miguel y preguntó por Blas.
-¿Está bien? ¿Le pasa algo?
-Un pequeño mareo, a veces le dan –contestó Juan Luis-.
-¿Pequeño mareo? –dijo el otro poco convencido-.
-Tiene migrañas y a veces le dan unos mareos que le dejan tieso, ha dicho que se iba a casa a descansar –indicó tío Miguel en ese tono irrefutable que bien sabía usar cuando era necesario-.
-Si usté lo dice. Bueno, ya me dirán algo –dijo el otro un poco preocupado-.
-Gracias majo, te informaremos, disculpa a Joaquín de nuestra parte.
-Nada nada, ya conocéis a Joaquín, es impulsivo pero buen tío, y ya sabéis que no hay nada que más le moleste que le toquen su calva, tiene un complejo que pa qué.
-Vale vale –apuntó Juan Luis un poco nervioso- y agradece al otro también su ayuda cuando vayas para allá.
-Lo haré machete –replicó el otro, molesto por el tono imperativo de Juan Luis-.
Cuando se alejó el sobrino miró al tío suspirando con fuerza y con gesto interrogativo y presuroso.
-Iremos a su casa a ver si está –dijo tío Miguel.
-De acuerdo.
-Rápido, iremos en mi coche –tío Miguel no pudo evitar un tono grandielocuente, como si al hablar de su coche se refiriese a un jet supersónico protagonista de grandes gestas bélicas-.
-Tío Miguel –dijo Juan Luis con una leve sonrisilla cargada de sorna-, ya sabes que las palabras “rápido” y “tu coche” no pueden ir juntas en una frase afirmativa.
-Te pegaré un pescozón si te vuelves a cachondear así, listillo. Además, sabes de sobras que en la vida me subiría a tu ridícula Vespino –expelió, señalándolo amenazante con su bastón-.
-Ridículo es un adjetivo que encaja perfectamente en la descripción de tu coche, pero se me ocurren muchos más. ¡Ay!
Tío Miguel le arreó un coscorrón bien merecido a Juan Luis sin decir nada pero con la ofensa clavada en sus penetrantes ojos azules.
Frotándose la cabeza con ambas manos Juan Luis salió de La Minerva seguido de su tío. Disfrutaba de lo lindo mofándose del coche, un coscorrón o un buen pescozón en el costado eran el exiguo precio que tenía que pagar, y lo pagaba muy a gusto.
Después de recorrer el par de manzanas que separaban La Minerva de la casa de tío Miguel, éste sacó un manojo de llaves y se dispuso a abrir el garaje (tío Miguel lo llamaba el hangar). La persiana metálica abarrotada de horribles graffitis chirrió desesperada por su falta de grasa y una vez abierta apareció tras ella un artilugio de color verde fosforito al que tío Miguel llamaba “su coche”.
El 127 tenía 35 años. Era de aquellos de faros cuadrados y la rejilla delantera dividida en innumerables cuadraditos. La puerta del conductor estaba en buen estado, no como el resto de la carrocería, que lucía gloriosa su chapa visiblemente arrugada y oxidada. En el capó del motor estaba pintada a pincel la famosa cara de gato negro a trazos rectos, y en los dos costados, desde la popa hasta la proa y acabando en ángulo agudo, brillaban las aún más famosas bandas rojas de pintura metálica. Clavaíto al coche de Starsky.
Juan Luis esperó, intentando que la vergüenza ajena no pasase a ser propia, a que tío Miguel entrase en el coche dispuesto a hacer lo mismo, la puerta del acompañante sólo se abría desde dentro. Tío Miguel bajó la ventanilla como pudo y dijo:
-¿Dónde vas calamar? Anda, ponte atrás y empuja.
Juan Luis no podía creer que aún no le hubiese cambiado la batería.
-Cuando salgamos cierra el hangar y te subes, que la calle hace un poco de bajada.
Aquel mamotreto pesaba como un tanque alemán de La Segunda Guerra Mundial.
-Tienes suerte de que no me comprase el 1.500.
Poco a poco fueron ganando velocidad no sin provocar el desespero de los conductores que los seguían. Al soltar el embrague con la segunda puesta al 127 le entró hipo, el tubo de escape emanaba borbotones de gases de indefinible color y el motor, en una dura pugna contra la gravedad se resistía a arrancar. Las oraciones de Juan Luis al Cristo de los desamparados surtieron efecto y el pequeño motor se puso en marcha con herrumbrosos quejidos.
-¿Acaso dudabas, mozalbete?
-¡En la vida! –contestó Juan Luis irónico-.
-Nunca me ha dejado tirado.
-Eso es una frase hecha, tío. Tú procura que no se te cale.
-Me ofendes chaval.
Entre discusiones sin mala intención se fueron acercando a donde vivía Blas, y tras un momento de silencio tío Miguel descubrió a su sobrino rezando de nuevo, esta vez al Cristo de los aparcados.
-¿Por qué rezas ahora, hombre de poca fe?
-Por un sitio donde aparcar este artilugio.
-Pues déjalo ya que hemos encontrado uno milagrosamente, nunca mejor dicho, al lado de casa de Blas.
Al poner la marcha atrás después de una rascada de piñones que pareció el eructo de un dragón empezó a sonar un pito intermitente. Piii, piii, piii.
-Tío Miguel... –dijo Juan Luis patidifuso-.
-Dime hijo.
-No me digas que la has puesto un pito de esos de marcha atrás.
-Es por seguridad.
-Pero esto no es un excavadora.
-No, es un 127.
-Me asombra, con lo sensato que eres, que te vuelvas tan excéntrico cuando se trata de tu coche.
-¿Excéntrico?
-Sí tío sí, excéntrico.
-No sé de qué me hablas.
Cuando bajaron del coche Juan Luis ocultó su cara por si le veía algún conocido y entraron en el portal de Blas. Subieron hasta el segundo y picaron al timbre.
-Ñrrrreeeeecccc –se quejó el timbre-.
-No esperarías un ding dong, ¿eh, chavalote?
Juan Luis tuvo un escalofrío de tiricia como si alguien arañase una pizarra. Tío Miguel hizo el ademán de picar otra vez.
-¡NOOOOO! ¡Espera!
El joven dio unos golpes en la puerta estremeciéndose todavía. Sin querer se le vinieron a la mente imágenes de tenedores oxidados rozando platos con la punta hasta romperlos. Sólo de pensarlo se volvió a estremecer.
-Parece que no está.
-(...).
-(...).
-No, no está.
-¿Dónde lo podríamos buscar? –murmuró tío Miguel mirando hacia el suelo como si la respuesta estuviese bajo sus pies-.
-Se está haciendo tarde, en algún sitio tiene que pasar la noche.
-Recorrer todos los bares del barrio nos podría llevar horas.
-Eso si está en el barrio.
-Podríamos, por hacer algo, mirar en la estación de autobuses.
-Dudo que esté allí, la carretera le da pánico, aunque si de verdad quiere huir... miremos antes en la de trenes.
-De acuerdo, no creo que le encontremos, Blas es un experto en el arte de escabullirse, pero al menos nos iremos a casa con la sensación de haber hecho algo. En casa al menos tenemos teléfono.
-Venga vamos. Una pregunta tío.
-Habla.
-¿Cómo diablos arrancaramos a Herbie ahora?
Tío Miguel le miró ofendido e inquisitivo levantando su bastón.
-Te he dicho mil veces que no le llames Herbie.
-Ji ji ji –se burló Juan Luis-.
-Cuando el coche recorre unos kilómetros la batería se carga, animal.
-Te aviso de que eso no durará eternamente –replicó el mozo sonriente-.
Esta vez era tío Miguel quien rezaba al Cristo de los arrancados sin que lo notase su sobrino.
De nuevo, milagrosamente, el vetusto aparato arrancó y partieron en una búsqueda que adivinaban vana.

(Para ver el capítulo VII pinchar aquí).

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